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El día que llegaron los rebeldes sólo estaban en el rancho Mamá Elena, Tita, Chencha y dos peones: Rosalío y Guadalupe. Nicolás, el capataz, aún no regresaba con el ganado que por imperiosa necesidad había ido a comprar, pues ante la escasez de alimentos habían tenido que ir matando a los animales con que contaban y era preciso reponerlos. Se había llevado con él a dos de los trabajadores de más confianza para que lo ayudaran. Había dejado a su hijo Felipe al cuidado del rancho, pero Mamá Elena lo había relevado del cargo, tomando ella el mando en su lugar, para que Felipe pudiera irse a San Antonio, Texas, en busca de noticias sobre Pedro y su familia. Temían que algo malo les hubiera pasado, ante su falta de comunicación desde su partida.

Rosalío llegó a galope a informar que una tropa se acercaba al rancho. Inmediatamente Mamá Elena tomó su escopeta y mientras la limpiaba pensó en esconder de la voracidad y el deseo de estos hombres los objetos más valiosos que poseía. Las referencias que le habían dado de los revolucionarios no eran nada buenas, claro que tampoco eran nada confiables pues provenían del padre Ignacio y del Presidente Municipal de Piedras Negras. Por ellos tenía conocimiento de cómo entraban a las casas, cómo arrasaban con todo y cómo violaban a las muchachas que encontraban en su camino. Así pues, ordenó a Tita, Chencha y el cochino que permanecieran escondidos en el sótano.

Cuando los revolucionarios llegaron, encontraron a Mamá Elena en la entrada de la casa. Bajo las enaguas escondía su escopeta; a su lado estaban Rosalío y Guadalupe. Su mirada se encontró con la del capitán que venía al mando y éste supo inmediatamente, por la dureza de esa mirada, que estaban ante una mujer de cuidado.

-Buenas tardes, señora, ¿es usted la dueña de este rancho?

-Así es. ¿Qué es lo que quieren?

-Venimos a pedirle, por las buenas, su cooperación para la causa.

-Y yo, por las buenas, les digo que se lleven lo que quieran de las provisiones que encuentren en el granero y los corrales. Pero eso sí, las que tengo dentro de mi casa no las tocan, ¿entendido? Ésas son para mi causa particular.

El capitán, bromeando, se le cuadró y le respondió:

-Entendido, mi general.

A todos los soldados les cayó en gracia el chiste, y lo festejaron, pero el capitán se dio cuenta de que con Mamá Elena no valían las chanzas, ella hablaba en serio, muy en serio.

Tratando de no amedrentarse por la dominante y severa mirada que recibía de ella, ordenó que revisaran el rancho. Lo que encontraron no fue gran cosa, un poco de maíz para desgranar y ocho gallinas. Uno de los sargentos, muy molesto, se acercó al capitán y le dijo:

-Esta vieja ha de tener todo escondido dentro de la casa, ¡déjeme entrar a supervisar!

Mamá Elena, poniendo el dedo en el gatillo, respondió:

-¡Yo no estoy bromeando y ya dije que a mi casa no entra nadie!

El sargento, riéndose y columpiando unas gallinas que llevaba en la mano, trató de caminar hacia la entrada. Mamá Elena levantó la escopeta, se recargó en la pared para no caer al piso por el impulso que iba a recibir, y le disparó a las gallinas. Por todos lados se esparcieron pedazos de carne y olor a plumas quemadas.

Rosalío y Guadalupe sacaron sus pistolas temblando y plenamente convencidos de que ése era su último día en la tierra. El soldado que estaba junto al capitán intentó dispararle a Mamá Elena, pero el capitán con un gesto se lo impidió. Todos esperaban una orden suya para atacar.

-Tengo muy buen tino y muy mal carácter, capitán. El próximo tiro es para usted y le aseguro que puedo dispararle antes de que me maten, así es que mejor nos vamos respetando, porque si nos morimos, yo no le voy a hacer falta a nadie, pero de seguro la nación sí sentiría mucho su pérdida, ¿o no es así?

Realmente era difícil sostener la mirada de Mamá Elena, hasta para un capitán. Tenía algo que atemorizaba. El efecto que provocaba en quienes la recibían era de un temor indescriptible: se sentían enjuiciados y sentenciados por faltas cometidas. Caía uno preso de un miedo pueril a la autoridad materna.

-Sí, tiene razón. Pero no se preocupe, nadie va a matarla, ni a faltarle al respeto, ¡faltaba más! Una mujer así de valiente siempre tendrá mi admiración.

Y dirigiéndose a sus soldados dijo:

-Nadie va a entrar a esta casa, vean qué más pueden encontrar aquí y vámonos.

Lo que descubrieron fue el gran palomar que formaba todo el techo de dos aguas de la enorme casa. Para llegar a él se tenía que trepar una escalera de siete metros de altura. Subieron tres rebeldes y se quedaron pasmados un buen rato antes de poder moverse. Imponían el tamaño, la obscuridad y el canturreo de las palomas ahí reunidas que entraban y salían por pequeñas ventanas laterales. Cerraron la puerta y las ventanas para que ninguna pudiera escapar y se dedicaron a atrapar pichones y palomas.

Juntaron tal cantidad que pudieron alimentar a todo el batallón por una semana. Antes de retirarse, el capitán recorrió a caballo el patio trasero, inhaló profundamente el indeleble olor a rosas que aún permanecía en ese lugar. Cerró los ojos y así permaneció un buen rato. Regresando al lado de Mamá Elena le preguntó:

-Tengo entendido que tiene tres hijas, ¿dónde están?

-La mayor y la menor viven en Estados Unidos, la otra murió.

La noticia pareció conmover al capitán. Con voz apenas perceptible respondió:

-Es una lástima, una verdadera lástima.

Se despidió de Mamá Elena con una reverencia. Se fueron tranquilamente, tal y como vinieron y Mamá Elena quedó muy desconcertada ante la actitud que hablan tenido para con ella; no correspondía a la de los matones desalmados que esperaba. Desde ese día prefirió no opinar sobre los revolucionarios. De lo que nunca se enteró es de que ese era el mismo Juan Alejandrez que meses antes se había llevado a su hija Gertrudis.

Estaban a mano, pues el capitán también ignoró que en la parte trasera de la casa Mamá Elena tenía, enterradas en ceniza, una gran cantidad de gallinas. Habían logrado matar a veinte antes de que ellos llegaran. Las gallinas se rellenan con granos de trigo o avena y con todo y plumas se meten dentro de una olla de barro barnizado. Con un lienzo se tapa bien la olla y de esta manera se puede conservar la carne en buen estado por más de una semana.

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Crónica de Coahuila